29. El profeta recogió el cadáver del hombre de Dios, lo cargó en el burro y regresó con él a su ciudad para hacerle duelo y enterrarlo.
30. Lo enterró en su propia sepultura y le cantaron la elegía «¡Ay, hermano mío!».
31. Después de enterrarlo, dijo a sus hijos:—Cuando yo muera, enterradme en la sepultura donde está enterrado el hombre de Dios y poned mis huesos junto a los suyos;
32. porque inexorablemente se cumplirá la amenaza que lanzó, por orden del Señor, contra el altar de Betel y contra todos los santuarios de los montes que hay en las ciudades de Samaría.
33. Después de todo esto, Jeroboán no abandonó su mala conducta; al contrario, volvió a nombrar sacerdotes de los santuarios a gente del pueblo. A todo el que lo deseaba, lo consagraba sacerdote de los santuarios.
34. Este fue el pecado de la dinastía de Jeroboán, por lo que fue exterminada y borrada del mapa.