8. Los ministros del reino, prefectos, sátrapas, consejeros y gobernadores todos hemos pensado en la conveniencia de promulgar un real decreto con esta prohibición: “Durante treinta días nadie podrá dirigir una oración a cualquier otro dios o ser humano, salvo a ti, majestad. Quien lo haga, será arrojado al foso de los leones”.
9. Si te parece bien, majestad, firma este real decreto y sanciona así la prohibición, de modo que nadie pueda modificarlo, tal como se refleja en la ley irrevocable de los medos y los persas.
10. El rey Darío firmó la prohibición.
11. Cuando Daniel se enteró de la firma de aquel decreto, se retiró a su casa. La habitación superior de la vivienda tenía las ventanas orientadas hacia Jerusalén. Daniel se recluía en ella tres veces al día y, puesto de rodillas, oraba y alababa a su Dios. Siempre lo había hecho así.